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Alexander McQueen, el genio atravesado por la oscuridad

El pasado 4 de mayo, el Metropolitan Museum de Nueva York abrió las puertas a una retrospectiva en homenaje al diseñador.
Sobre la pasarela de vidrio quebrado aparecieron las modelos, los rostros pintados de un blanco mortecino, las bocas grandes, rojas, negras, exageradas; el pelo desvanecido en sombreros extraños. El aspecto de esas caras desfiguradas iba acompañado por trajes dramáticos, hechos todos con material ya usado en colecciones pasadas del modisto. El espectáculo, siniestro, inquietante, y que algunos acusaron de feo y misógino, era, esencialmente, una parodia de atuendos revolucionarios: el vestidito negro de Givenchy, los trajes de paño de Chanel, el New Look de Christian Dior.


Era la pasarela otoño/invierno 2009-10 de Alexander McQueen, y en el fondo, la burla hacia una industria que afirmaba saber reinventarse y que, en ese entonces, atravesaba una crisis económica y creativa que ponía en evidencia su inercia. No era el primer show de McQueen que arrancaba alientos e inquietaba por sus sórdidas concepciones estéticas. Ya antes había sido acusado de erotizar la violación, de someter a sus modelos a tortuosas circunstancias. Sin embargo, los críticos siempre coincidieron en que Lee –como le decían cariñosamente– era un
verdadero artesano de la sastrería. Aun cuando sus colecciones no tuvieran propósitos de novedad, sus confecciones eran cabales como pocas.

Ese coctel irrepetible de arte oscuro, performance dramático, romanticismo gótico, excéntrica irreverencia y modistería impecable es precisamente lo que celebra la retrospectiva, curada por Andrew Bolton, encargado del Costume Institute. Cien ensambles, 70 accesorios y algunas piezas que fabricó durante su temporada en Givenchy conforman la muestra, dividida en tres partes: la primera es un muestrario sartorial donde figuran algunas de las prendas más emblemáticas del diseñador –como los escandalosos pantalones bumsters, que dejaban ver un poco debajo de la espina dorsal–; la segunda, un hall escabroso de espejos donde se hace evidente la fijación que tenía McQueen por el tema del bondage y el fetichismo; y la tercera, un gabinete de curiosidades protagonizada por instrumentos de tortura que cobran forma de joyas y piezas para el pelo, por ejemplo.

Los que conocen a Lee saben que era sobre todas las cosas un romántico, aunque ese temperamento estuviera atravesado por una oscuridad que bebía de muchas fuentes: los maestros flamencos, el canto gospel, el teatro Isabelino, el performance contemporáneo, el punk, el surrealismo, las raíces escocesas... Hasta Japón y el esteticismo intercedían en sus deslumbrantes e irrepetibles muestras. Siempre bebió también de su propio y oscuro subconsciente, uno que supo crear una belleza dura de digerir, a veces esplendorosa y etérea y que lo condujo al abismo del suicidio el 11 de febrero de 2010.

Como escribió recientemente Judith Thurman, la crítica de estilo de The New Yorker: “El diseñador que crea un vestido rara vez invierte en él tanto sentimiento como la mujer que lo usa y la alta costura no es un medio obvio para la autorrevelación. En el caso de McQueen, lo era. Su trabajo era una forma de poesía confesional”. Su ropa siempre fue la expresión de sus propios sentimientos. La retrospectiva estará hasta el 31 de julio.
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